miércoles, 5 de octubre de 2011

Tempo

Era una noche fría. Todo el día había estado trabajando en una nueva aplicación de ecuaciones diferenciales estocásticas al modelado de sistemas de oferta-demanda en pequeñas empresas. Esos matemáticos de Rutgers por fin habían podido convencerme que las matemáticas en la economía eran mucho más que el equilibrio de Nash.

Salí de mi oficina al rededor de las once de la noche. Era una noche fría. Ese día había decidido no llevar mi bicicleta a la universidad,  dándome una oportunidad de escapar de la rutina y disfrutar una pequeña caminata a casa, a solas. Salí de E. Brown Hall y la universidad estaba desierta. Incluso la biblioteca albergaba solamente a una decena de alumnos, cosa que no era de extrañar, puesto que no era época de exámenes y porque supongo que la mayoría de la gente normal utiliza la noche de un martes para cosas de índole un poco diferente a la mía.

Comenzaba a lloviznar y por un instante reproché mi huida de la rutina. El campus era grande y solamente veía caminar a lo lejos a una parejita de estudiantes, probablemente de primer año, que se paseaban por los jardines de la escuela de arte.

Inadvertidamente me sumergí profundamente en mis pensamientos hasta que una suave y dulce melodía me trajo de vuelta a la realidad. Pensé por un momento que se trataba del reproductor de música de uno de los tantos trotadores nocturnos, sin embargo yo era el único que pasaba frente al JC Howard Music Hall en ese momento. Trate como pude de seguir la dirección de donde provenía la melodía, y al cabo de unos instantes de dirigir mis pasos a prueba y error, logré descubrir que el sonido venía de una puerta entre abierta que se encontraba a un costado de la entrada para recitales de piano. Me acerqué a la puerta y la melodía se esclarecía poco a poco. Era la sonata en do menor opus 13 de Beethoven, "La Patética". Entré al edificio impulsado más por la curiosidad de saber quien practicaba a esas horas de la noche. A través de la ventanita de la puerta del salón de recitales se dibujaba su silueta, era una mezcla mágica de movimientos y sonidos, una coreografía suave y delicada que firmaba con sonidos cada uno de los suaves matices de esa bailarina de partituras.

Me deslicé dentro del pequeño salón sin hacer mucho ruido. Estaba completamente vacio. Al parecer ella no advirtió mi profanación de aquel pequeño santuario musical. Una pequeña luz iluminaba su sitio en el escenario y lo demás estaba en tinieblas, como dando a entender tácitamente que en ese salón lo único que existía era esa amalgama del artista y su instrumento, donde nada mas importaba, donde nada mas era importante. 

Dicen que hay que bailar como que si nadie te mirara y definitivamente esto se aplicaba también acá. Unos instantes me bastaron para convencerme que el mejor concierto era aquel que se tocaba para nadie. La magia que salía de esa escena era hipnotizante, confundiéndome a veces donde terminaba ella y donde comenzaba el piano. La música transmitía un cierto aire de libertad, de sinceridad, de naturalidad. Era como ver a un espécimen en su hábitat natural. Sin presiones ni ataduras. Los repetidos compases luego de alcanzar una nota errónea le añadían un ligero pincelazo de realidad a dicha actuación celestial. 

Definitivamente, hay que interpretar como si nadie te eschucara. Ver ese cuadro sonoro me llevó a pensar mucho, y a la misma vez, pensar en nada. Me sedujo a saborear una por una aquellas notas que profería ese monstruo mitad madera mitad carne y hueso. Digerirlas una a la vez. Concentrarme en ellas y solo en ellas. Me hicieron olvidar todo lo demás, puesto que no había algo mas que ellas. En ese momento, el mundo había dejado de existir, y todo lo que era, era solamente ellas. No había nada. No había nadie. No había hubo ni habrá, solamente había ellas. Fue entonces que el tiempo se detuvo, dejó de existir, y solamente allí cobró sentido. Dejó de existir y tuvo sentido. 

Fue entonces que comprendí lo que era el tiempo.

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