lunes, 30 de octubre de 2023

De la mano

El sol se fue ocultando allá en el horizonte. Su reflejo se iba haciendo diminuto sobre el mar que cada vez volvía más y más a estar en calma. Mientras el pantone del cielo iba recorriendo todos los colores entre el amarillo y el azul, la brisa del mar se hacía más y más presente, como evocando el último suspiro del día, como susurrando con su aire frío que no sería sino hasta mañana cuando de nuevo el sol volvería con su abrazo de luz.

Todos los atardeceres son tan peculiares y distintos. Sin embargo todos tienen un cierto dejo de nostalgia y recuerdo. Como dibujando destellos de un pasado lejano del que no sabemos. Quizás esté impregnado en nuestro subconsciente, como recuerdo de nuestros antepasados, quienes al ver el sol caer tenían un collage de emociones y sentimientos. El final del día traía la oportunidad de descansar, de por fin dejar de buscar el alimento diario. Traía una satisfacción del deber cumplido. De la saciedad. Además, traía la alerta típica de la noche oscura y sigilosa. La guardia contra los que asechando en las sombras tentaban con usurpar lo trabajado, con violentar lo vivido.

Ese ocaso ancestral resuena en los ojos de nuestra alma. Nos llena de satisfacción y miedo al mismo tiempo. Nos recuerda que allá en el horizonte se acuestan nuestras fuerzas y despiertan nuestros miedos. Detrás de su colorido se reflejan los sonidos de la espera, de la alerta, del silencio. 

Dicen que perderse en el horizonte nos produce una paz inexplicable. Quizá sea que nuestro cerebro percibe nuestra misma pequeñez comparada con la lejanía. El hecho de que pase lo que pase el sol siempre se pondrá nos recuerda de que, desde un aspecto muy sutil y personal, no controlamos casi nada. Nos conecta con el futuro. Con un futuro lejano independiente de nosotros. Un futuro al que no le importa quienes fuimos ni de dónde vimos ese atardecer. Un futuro para el cual ni siquiera seremos un recuerdo. 

A pesar de que cada día hay un nuevo atardecer, con sus colores y recuerdos, con sus sonidos y sus esperanzas, desde la perspectiva del Sol, todos los atardeceres son uno mismo. Desde el principio hasta el final de los tiempos su luz vive en un contacto continuo con La Tierra. Aún cuando La Luna se interpone, solo lo hace en una cantidad diminuta. Desde la perspectiva del Sol todos los atardeceres son el mismo. 

Esta dualidad tiene sentido. Solo puedo ver pequeñas ventanas de ese atardecer cada día. Este reflejo, este crisol, es una ventana a aquel ocaso primigenio y un agujero de gusano hacia el último suspiro del sistema solar. Es una conexión entre el continuo del tiempo y la intermitencia de la vida. 

El sol se ocultó allá en la lejanía. Al esconderse pintó las azules montañas de un color rosa inédito. El desierto, las montañas y el aire descubrían la perspectiva cromática del paisaje. Como enmarcando en una fotografía impregnada de colores y sentimientos. Esa fotografía es la que miraban mis ancestros hace miles de años. Es la que verán los últimos humanos en la Tierra. Esa fotografía es la que desde niño veía y la que salgo a ver todas las tardes sin demora. Es esa misma fotografía que miramos los dos allá, allí en la cordillera. Es la fotografía en la que te miro a vos. Porque este no es un nuevo ocaso. Este es simplemente el mismo donde estábamos los dos. De la mano.